Soledad entre acordes
Por Jessika Pérez
Soledad iba caminando por los pasillos del colegio como cada mañana después de estacionar su automóvil, se disponía a dejar los libros que no usaría en la primera clase dentro de su casillero justo cuando vio la imagen que todos los días le tocaba presenciar y la cual hacía que su día se fuera al suelo sin ninguna contemplación. Roberto se encontraba apoyado de su casillero hablando tranquilamente con la chica más hermosa que podía existir, desde su punto de vista claro está, y por la cual su mejor amigo suspiraba en todo momento. Soledad suspiró y empezó a guardar sus cosas tratando de no prestar atención a las dos personas que conversaban y se coqueteaban mutuamente a unos pocos metros de ella. Al cerrar la puerta del casillero Roberto se volvió hacia ella y le sonrió.
Soledad y Roberto se conocieron hace unos años cuando ella se mudó con su padre luego que éste y su madre se separaran. Desde ese momento Roberto le pareció un chico diferente a los demás y a pesar de convertirse en su mejor amigo a Soledad le empezó a gusta más allá de lo que un amigo significa, él no mostraba ningún tipo de interés por ella diferente al que podía tener por una de sus amigas.
- Hola pequeña – saludó Roberto con la sonrisa en su cara.
- Hola Rob – le respondió Soledad -, llegaste temprano hoy – bromeó la chica -, eso es un milagro.
- Bueno – dijo él algo nervioso, rascándose distraídamente la parte trasera del cuello -, tenía que buscar a Helena, no podía quedarle mal – concluyó encogiéndose de hombros.
- Ya veo – murmuró la chica a la vez que tomaba su bolso y comenzaba a caminar hacia el salón - ¿Cómo amaneciste? – preguntó Soledad sonriéndole.
- Muy bien – contestó Roberto devolviéndole la sonrisa -. A decir verdad demasiado bien. Tengo grandes noticias y sólo quería compartirlas contigo, con la mejor amiga que nadie puede tener en el mundo – continuó ganándose una mirada confusa por parte de su amiga.
- ¿Y qué será? – preguntó Soledad cautelosamente, mientras él distraídamente y con una perfecta sonrisa dibujada en su cara pasaba el brazo alrededor de los hombros de ella.
- Anoche hablé con Helena – dijo Roberto suspirando y sonriendo –, y bueno estuvimos hablando un buen tiempo, y sabes sigo creyendo que es una chica increíble, sin contar que es hermosa – miró a Soledad y frunció el ceño –, no es que tú no lo seas pequeña, pero... tú me entiendes –dijo nervioso.
Claro que lo entendía. Podía entender que él viera la perfección en Helena porque la amaba tanto como Soledad lo amaba a él. Los chicos entraron al salón de música, que era su primera clase. Soledad tomó la guitarra y comenzó a practicar abstrayéndose de todo lo que pasaba a su alrededor y dejando fluir todos sus sentimientos mediante cada nota que interpretaba. Solamente ella sabía interpretar la melodía que brotaba del preciado instrumento, nada más ella sabía que todo iba dedicado a él. Él, quien era la razón de cada una de las lágrimas que mojaban su guitarra durante las noches en las cuales no podía dormir y se dedicaba a componer y practicar con su rostro clavado detrás de sus párpados. Él, quien era la única persona que todavía le hacía pedir deseos a las estrellas esperando por un milagro de parte de éstas.
Al otro lado del salón Roberto observaba a su amiga quien últimamente estaba actuando un tanto extraña, mientras continuaba repasando una y otra vez los acordes que había escrito para su nueva composición. Helena llamó su atención y dejó de observar a Soledad, se dio vuelta y sonrió a la rubia que estaba reclamando su atención ayudándola con su asignación entre bromas. Soledad levantó la vista y se quedó observando como Roberto trataba con tanta ternura a la joven, la vista comenzó a nublársele y decidió desviar su mirada hacia el ventanal. Después de unos minutos Soledad se limpió unas pocas lágrimas que habían escapado de sus ojos y miró el reloj justo cuando la campana anunciaba el final de la clase. Tomó su guitarra y su bolso y salió del salón rumbo a su auto. “Gracias a Dios que acabó la tortura”, pensó una vez estaba sentada dentro de su auto a punto de encenderlo y marcharse para su casa.
Roberto tocó el vidrio de su ventaba con los nudillos y le sonrió cuando ella volteó. Soledad bajó el vidrio y él se recostó en la ventana.
- Sol, quería pedirte algo pero te fuiste de repente y sin despedirte siquiera – le dijo mirándola con algo de reproche.
- A ver ¿Qué será? – le preguntó ella.
- Verás... quiero mañana presentarte a Helena – le dijo sonriendo y Soledad sintió que el suelo se movió un poco –, es que quiero que conozca a mi mejor amiga, a una de las personas más importantes de mi vida.
- Claro, me encantaría – respondió Soledad tratando de que su amigo no se diera cuenta del temblor de su voz.
- Por eso te quiero mi Sol – le dijo con ternura mientras le acariciaba la mejilla, ella sonrió y encendió su auto despidiéndose de él rápidamente antes de que sus nervios o emociones la delataran más de lo debido.
Tal como lo había pedido Roberto, al día siguiente almorzaron los tres y para mala fortuna de Soledad la chica de la cual estaba perdidamente enamorado su amigo era perfecta. Los minutos pasaron y el nudo en el estómago de Soledad no se iba, todo lo contrario, parecía que se acrecentaba con el tiempo. Al terminar el almuerzo se disculpó con su amigo y su novia y se retiró. Cuando iba caminando hacia su casa escuchó que la llamaban. Era él.
- Soledad ¿estás bien? – le preguntó con genuina preocupación.
- No es nada, sólo un poco de dolor de cabeza – le respondió Soledad con una sonrisa.
El insistió en llevarla a casa, pero ella logró persuadirlo que estaba bien y que llegaría bien a su casa. Deseaba a Roberto siempre feliz, ella lo estaría si él lo era, eso hacían los amigos ¿no? “Y eso era yo para él y eso seguiré siendo siempre, su amiga, su mejor amiga y nada más”, pensó Soledad. Un sollozo se apoderó de su garganta y no pudo evitar más que el llanto viniera y la envolviera, se ovilló como pudo en el asiento del automóvil desahogándose, tenía que hacerlo sino no podría verlo de nuevo. Se repitió internamente mil veces que si él es feliz ella también lo sería.
Al día siguiente en clase estaba tan metida en su música y en sus pensamientos que Soledad no lo sintió llegar al salón. Cuando la última nota salió de las cuerdas de su guitarra con una nota triste, desolada, y melancólica, volteó hacia la puerta y lo vio, tenía la preocupación y la tristeza plasmada en su perfecto rostro. Se fue acercando a ella, se arrodilló, y quitó la guitarra de su regazo y de sus manos, la dejó a un lado con delicadeza, y luego volvió hacia ella y la abrazó como nunca lo había hecho; Soledad le correspondió el abrazo, aún con lagrimas brotando de sus ojos, la apretó fuerte contra él y ella recostó su rostro en su pecho.
Soledad no supo cuanto tiempo pasaron así, juntos. El tiempo parecía haberse detenido para ella. En ese momento llegó a una conclusión, estaba y estaría siempre enamorada de ese hombre tan perfecto, no importaba cuanto tiempo pasara sus sentimientos por él no iban a cambiar y por ese amor que le profesaba tenía que dejarlo ser feliz, ella no era quien para impedirle su felicidad y si su felicidad no estaba a su lado lo comprendería. Y en ese momento decidió que si él es feliz ella también lo sería. Alzó su rostro, se limpió las lágrimas y lo miró. El la estaba mirando.
- Sé lo que estás pensando Sol y créeme que no es así – dijo Roberto rompiendo el silencio –, yo siempre... escúchame bien, siempre voy a estar para ti, pase lo que pase seremos amigos – concluyó al tiempo que tomaba las manos de Soledad entre las suyas y le daba un suave beso - ¿está bien?
- Esta bien Roberto… Todo bien – le dijo tratando de componer una sonrisa sincera, él nunca debería estar triste por mi causa, no lo merecía. Él iba a ser feliz y Soledad lo iba a amar toda la vida, así no estuviera a su lado, así él amara a otra persona de la forma en que nunca la iba a amar a ella.
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